23 diciembre 2007

La Princesa de la Basura

Hoy he conocido a Clarise.

Es una chica de provincias. Cuando le preguntas por su acento, eleva la voz, orgullosa, para reconocer que es de la ciudad, aunque apenas recuerda ya nada de ella.

Clarise viste como una muchacha francesita, y diría que pasa frío bajo su vestido danzarín, de no ser por la cantidad ingente de alcohol que introduce en su cuerpo; eso no quita el frío, pero engaña que da gusto.

Dice que parece más joven. Y no se quita años. Pero cuando sonríe, las arrugas recorren sus ojos rajando su cara. Mientras habla, sujeta con una mano el chal blanco, a juego con sus zapatos. Lo mueve de un lado a otro. Yo me desconcentro.

Clarise se ha dejado caer, casi por casualidad, en una fiesta de internautas. Casi todos se conocían de otras quedadas. Ella era nueva. La nueva pasea su cuerpo por los rincones del bar mientras los demás cuchichean a sus espaldas. Cuando saluda a alguien, entrega dos besos rozando las comisuras de los labios, que recogen el sabor de su crema de fresa.

Sonríe.

Y bebe.

Bebe tanto, que parece que no se tendrá en pie más de una hora.

Mentira. Aguanta. Aunque en su cuerpo casi no quepa la comida.

Clarise es menuda, un poco maleducada y caprichosa. Un desastre, que diría Carlos. Y Carlos también mentiría.

A Clarise no la quieren en su casa y cuando vuelve por Navidad, siempre se inventan alguna excusa para mantenerla lejos de su cama, donde duerme la naftalina.

Clarise sospecha, pero se guarda de las lágrimas y se autoengaña pensando que su casa es un hervidero de visitas.

Cuando habla contigo, su aliento a ron, casi emborracha. No deja que te marches hasta que no se le termina la conversación o se le olvida lo que quería contar, y te sujeta por la cintura, o por el pico de la camisa, o por los dedos, mientras te grita al oído que no la dejes en manos de los otros tipos, que la lleves a su hotel, que te ocupes de ella. Que te preocupes. Ella piensa que susurra.

A Clarise, una mano tontorrona le acaricia la espalda y su piel se eriza. Elige que la elijan. Y durante un rato desaparece.

A veces pide droga. A veces consume droga.

Cuando se sienta coloca sus piernas para que se vea el tatuaje de su interior, aunque disimula colocándose las medias. Quiere parecer coqueta pero resulta torpe, y una uña rota a medio pinar termina por formar una carrera.

La gente escupe mentiras a su oído. Las niñas sonríen amistosas, los niños sostienen verdades como puños que caen rotas en mil pedazos cuando guiñan un ojo a uno de sus amigos, siempre atentos a las apuestas. Todos ríen.

Nadie escucha, Clarise, ¿por qué hablas? Nadie escucha, nadie escucha, nadie escucha.

Es tarde, pero no lo bastante. Me quedan un par de horas para dormir, si puedo, y aún puedo arrastrarme hasta un taxi.

Mañana, cuando las voces extrañas de los compañeros se junten todas dentro de mi cabeza, resonará el eco de una carcajada. Serán las risas que les causa recordar a Clarise, contar lo fácil que hubiera sido terminar con sus huesos en la cama del hotel… Y alguno callará, o no, lo dulce que fue el despertar entre su carmín corrido, con sabor de ron en la boca y fresa en los labios. Por una noche, Clarise se sintió como una princesa. Querida por todos.


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