03 octubre 2006

Enamorarse de una cantante
(por lo menos tres veces en la vida)

Esta tarde me sobrecogió una extraña y entrañable sensación de tristeza. Escuchaba Françoiz Breut…

Héctor se enamoró de ella cuando la vio en el escenario hace unos años; la recuerdo francesita y menuda.

- No tienes nada que hacer, es la chica de Dominique A. Parece un tipo importante y grande - le desanimé yo.

Años más tarde, mi amigo aún la recordaba sentada en un portal de la calle. Los dos la miramos y yo tiré de la camisa de Héctor dando un paso hacia ella; él giró la mirada raudo, disimulando y acelerando su paso sigilosamente, como para no ser visto.

Alguien (llamémosla X) hablaba sobre lo mucho que sumaba a un tipo estar sobre un escenario, y más con un instrumento encima… Lejos de pensar que siempre lo llevan puesto, me aventuré a preguntar a qué instrumento se refería. Parece ser que X manejaba una compleja y extraña teoría alrededor de cada instrumentista e incluso sobre su posición en el escenario: estaba el ligón, el perdedor, el segundón…, pero siempre había uno con más encanto. No comulgo con dicha teoría, pero claro, no he vivido rodeado de grupos musicales de féminas que apoyen o desmitifiquen tan curiosos argumentos.

Hace algunos años también, me fui solo a ver un concierto de Múm. La vocecita de Kristín me llegó al alma y aunque entre instrumentos de juguete y compañeros, aquello se suponía una banda, a mí me parecía una solista pequeña y vergonzosa.

No es nada original lo que voy a decir, pero es algo así como meterse en la famosa novela de Nick Hornby y escuchar una canción que nunca te ha gustado, saliendo de ese ser del que te acabas de enamorar, pero mucho mejor, porque a mí sí me gustaba su música. Supongo que la mayoría de vosotros no creéis en ese amor, pero me importa un bledo… Como decía, estás metido en la novela de Hornby (o mejor, en la peli, porque si todas las tías –por alguna extraña razón que no acabo de comprender- se identifican con el coñazo de Bridget Jones, todos los tíos tenemos derecho a identificarnos con Alta Fidelidad –al menos los que creemos que la música vale la pena de verdad) y un amigo te suelta al oído “Quiero salir con una músico.”

- Yo quiero vivir con una músico –responde otro-. Compondría conmigo, le daría consejos y a lo mejor incluiría nuestras bromitas íntimas en la contraportada.

- O una foto mía en el interior -se supone que ha de contraatacar el primero.

- Aunque sea en segundo plano… -se conforma un tercero.

En realidad yo podría ser cualquiera de los tres babosos… Pero como eso sólo pasa en los libros y en las pelis, yo estaba allí solo y no me apetecía charlar con cualquier desconocido. Casi mejor, soy demasiado vergonzoso para mostrarme sin máscara todo el rato mientras me chorrea la emoción.

Cuando acabó el concierto, me acerqué al escenario, olía a Lou Lou y tabaco, así que mi olfato se centró en el dichoso perfume que me sabía de memoria y miré a mi alrededor buscando la procedencia. Me encontré con que los gorilas de la puerta estaban invitando a la gente a despejar la sala. Sobre uno de los altavoces del escenario reposaba una hoja que Kristín sostuvo durante gran parte del concierto. Un tipo larguirucho que se parecía sospechosamente a Shaggy echó la zarpa (aquellos no eran brazos, de veras que no) a la velocidad estúpida sobre la hoja y levantándola en el aire, victorioso, se giró hacia su grupito de amigas, gritando histérico, mientras mostraba su trofeo. Al volver la mirada al escenario, me topé con un par de pequeños pies, levanté la vista y di con un cuerpo que se agachaba palpando el suelo con las yemas de los dedos. Shaggy se volvió hacia ella y soltó algo ininteligible mientras dejaba la hoja en su sitio, y no se habría sentido más orgulloso llevándose la hoja de allí en lugar de “intercambiando” un objeto con ella. Si entonces se hubiera estilado llevar la cámara digital a todas partes, seguro que no se habría librado de los dichosos flashazos.

Una gran mano agarró mi hombro. Me sobresalté. Era un gorila que me pedía, un poco menos educadamente que antes, que saliera de la sala. De hecho fue entonces cuando reparé en que el recinto ya estaba casi vacío. Perezosamente iba a dirigir una última mirada a Kristín, cuando me percaté de que ya se había molestado en observarnos.

- It’s OK.

Y con una sonrisa, terminó por recoger su hoja, girar sobre sí y caminar dando saltitos hacia el backstage. Ya en la sombra de los camerinos volvió a girarse hacia mí y como si se llenara de vergüenza al descubrirme aún en el mismo sitio clavando la mirada sobre su retina, volvió a sonreír y tapó su cara. La mano del gorila, esta vez en forma de duodécima campanada, llamó mi atención mientras mi oído escuchó cómo me llamaba. ¡Escuché su voz! Pero cuando volví a mirar la puerta del camerino, ya no estaba. Tan despacito como me dejaron caminé hacia la salida, girándome cada dos pasos…

Normalmente, por las noches me gusta pasear por la ciudad, pero en aquel momento, no recuerdo exactamente por qué, me quería alejar de allí lo más rápidamente posible; supongo que era como si me hubieran arrebatado un sueño y quisiera olvidarlo lo antes posible. Subí a un taxi y solo unos metros más adelante se detuvo en el semáforo. A nuestro lado había un gran autobús negro, miré hacia arriba con la curiosidad de un gato y la vi en la ventana. Dibujaba un corazón con el vaho en el cristal. En el centro, su sonrisa. El taxi arrancó y me giré en el asiento, sintiéndome niño. Puse una mano en el cristal y quise pedir al taxista que parara… pero no lo hice.

Llegué a casa y escuché “Green Grass of Tunnel”. Cerré los ojos y me di cuenta de que estaba escrita para mí y cuando la retengo en la memoria auditiva suena casi tan bonita como en directo, pero aquello solo lo recuerdo yo. Quién sabe si ella también…

1 comentario:

Anónimo dijo...

cómo no iba a enamorarme de ella... todavía sigo allí, acelerando el paso, pero sin moverme, observándola un instante que aún se repite, sentada, esperando, aterida, como un dios vulnerable